jueves, 11 de febrero de 2016

Nosotros, aquellos que saltábamos los charcos


Nosotros, aquellos que saltábamos los charcos

 

Recuerdos en blanco y negro, de un tiempo que no volverá, tiempos de calles llenas de barro, callos en las manos infantiles, piedras, juegos en las calles, canciones saltando la comba, juegos perdidos en la memoria de los tiempos, ilusiones cortadas con la hoz de la dura realidad, esos éramos nosotros...

Nosotros éramos aquellos chiquillos de pantalones remendados, que pisamos los charcos con nuestras botas de agua, a veces sin ellas, rompíamos el hielo de los charcos calándonos hasta el tuétano. Fuimos aquellos chiquillos que veíamos guerras entre vaqueros e indios preguntándonos de dónde sacaban tantos indios si en cada película masacraban a cientos, con razón no veíamos ninguno, claro que tampoco veíamos ni negros ni amarillos, aparte de las huchas del Domund, que sonaban mucho y pesaban poco.

 

 Teníamos el alma guerrera de la Celtiberia más primitiva, de los castellanos más testarudos, y por menos de nada, nos liábamos a tirarnos piedras unos contra otros, de tu calle contra la mía o de Pinarejo contra los de Santa María del Campo Rus, Villar de la Encina u Honrubia.

 

 Eran tiempos en los cuales las consolas se encontraban en los dormitorios de los padres. Los videojuegos no existían, ni tampoco en las novelas de ciencia ficción se iba a la luna, ya era suficiente ciencia ficción atravesar las cuestas de Contreras y llegar a Valencia o ir a Colmenar Viejo a hacer la mili, donde del frío en los barracones se convertían las orejas den campos de sabañones a reventar.

 

 Las pantallas, las pocas que existían solían estar en los bares o en las casas de las personas más adineradas de los pueblos y de las ciudades y por supuesto en blanco y negro y tan solo unas horas al día y solo una cadena, que ni tan siquiera se llamaba la primera. La 2 o UHF, llegaría más tarde, sus emisiones comenzaban con una interminable carta de ajuste y seguían con «El Parte» que era también un programa de ficción retratando una España de papel cuche y virtudes de unos personajes que solo existían en el NODO y TVE, ficción pura ficción, la realidad era todavía más gris. 

 

 Los chiquillos, los guachos, no veíamos prácticamente la televisión. Recuerdo que en mi pueblo, en Pinarejo, algunas veces, en el bar de «El Vivo», en el de «Paquillo», el «Torcio» o Joaquín de la «Circun», nos dejaban ver   «Virginiano», «Bonanza» y «La Ponderosa», o ya más tarde hasta «Los tres Mosqueteros».  Siempre un poco a hurtadillas, con la vista gorda de los taberneros que nos dejaban ver la tele con alguna que otra pequeña regañina, pero que terminaban dejándonos con la condición de estar callados sin armar jaleo. Muchas tardes, la televisión se acababa para nosotros si llegaban los guardias del cuartelillo de Santa María del Campo Rus, que repartían hostias como panes sin ningún motivo o razón.  Si alguien decía que llegaban, pronto salíamos disparados del bar a jugar al molino de viento o a cualquier calle por la que no pasasen.

 

 No sé si hubiese pasado algo, posiblemente se trataba de una estratagema del tabernero; pero la guardia civil desde pequeños, se nos enseñó que debíamos tener precaución o más bien miedo, cuando menos. Los hijos de los rojos, en nuestras casas siempre habíamos escuchado relatar algún que otro abuso por parte de aquella benemérita de la dictadura, que en la mayor mayoría, nada tiene que ver con la actual.

 


Los chiquillos, cuando no íbamos a la escuela, estábamos en la calle, incluso en el invierno. Si nevaba, hacíamos bolas y nos lanzábamos, o cogíamos desde lo alto de una cuesta y la íbamos haciendo cada vez más grande hasta llegar a la plaza.  No recuerdo que hiciésemos muñecos de nieve por aquel entonces, eso era cosa de los americanos que poco a poco se metían como especie invasora en nuestra cultura «indigena».

 

Jugábamos al futbol en las eras, casi todos eran del Madrid.  Yo descolocado siempre, pues nunca me gusto el balompié, me ponían de portero y era un poco del Atleti, supongo que por llevar la contraria.  

 

Veíamos a los muchachos jugar al frontón o la pelota en las paredes de la iglesia. Con el aro, en ocasiones recorríamos el pueblo de punta a punta.  Otros días más tranquilos y sosegados jugábamos al tejo, a las «cajotas» tapas de las botellas de refresco, las conseguíamos en los bares, sobre todo en el corral de Paquillo, recuerdo que había una marca de refresco que se llamaba «Canadá Dry», también había de Mirinda, gaseosas de «Los moyanos» de Pepsi, no recuerdo que hubiese de Coca-Cola.  Las de cerveza, todas eran de Mahou; y a los quintos les llamábamos botellines y a los tercios gordas.

 

 También jugábamos a «Los santos», las tapas de las cajas de cerillas, todos teníamos nuestro trompo, recuerdo a algunos que eran verdaderos maestros y eran capaces, después de tirarlo, de cogerlo varias veces en la palma de la mano y que continuase dando vueltas.  Saltar la pídola era uno de esos juegos populares, en el que yo, no solo no destacaba, sino todo lo contrario siempre fui Paco Contraria para el deporte.

 

 No eran menos favoritos otros juegos como El clavo, el güa (canicas), el escondite, y, sobre todo, ya cuando las primeras pelusas salían en las axilas y otras partes, a hacer la puñeta a las chiquillas, metiéndonos con nuestras torpes piernas entre sus saltos a la comba, alguno había que lo hacía muy bien, otros más que saltarines éramos patosos.

 

 íbamos al paleduzar con nuestras azadas o escavillos a sacar «paleduz» o regaliz.

 

A mí lo que más me gustaba era ir al viejo molino a jugar entre las ruinas del al molino a jugar a don Quijote y Sancho. Hay quien me ha dicho que ya entonces contaba historias de tan manchegos personajes. Otras veces íbamos a la veguilla a arrancar juncos, con los cuales intentábamos hacer pleita. Alguna vez, a la noguera de «Palote» o quitarle palomas al cura a la torre.

Las chiquillas, eran casi unas completas desconocidas. Ellas saltaban a la comba en sus diversas modalidades, acompañadas de la canción correspondiente:

  

 

"Al pasar la barca"

"Al pasar la barca,

me dijo el barquero:

las niñas bonitas,

no pagan dinero.

Yo no soy bonita,

Ni lo quiero ser,

Arriba la barca,

Una, dos y tres".

 

  Cantaban canciones, jugaban con muñecas, a los alfileres, la goma, y a todo aquello que no nos interesaba a los chiquillos.  La división por sexos, no solo se daba en la escuela o en la iglesia, también en la calle y en los juegos. Pocas veces jugábamos juntos y las pocas, eran muchas las veces terminábamos los juegos a insultos y empujones.

 

De los pocos juegos que compartíamos chiquillos y chiquillas estaba «la Taba», que se llevaba a cabo, normalmente sentado en alguna acera con escalones, el escondite también solía ser un juego mixto, en ocasiones «la gallinita ciega» o las tres en raya, la Oca, Parchís o el corro de la patata:

 

Al corro de la patata

comeremos ensalada

lo que comen los señores

naranjitas y limones

¡Achupé, achupé

sentadita me quedé!

 

 

Una distracción en los momentos de aburrimiento, mientras esperábamos a un compinche podía ser comer pipas, sentados al sol o a la sombra.  En época previa a la siega, cuando todavía estaban las espigas verdes, íbamos y nos comíamos algunas espigas, o cogíamos tortas de girasol.  Como no tuvimos muchos juguetes, nos los fabricábamos nosotros mismos, del hueso del albaricoque sacábamos un «sorbito», pito o silbato.   Tirar piedras podía a dar lugar a una apasionante tarde, hacerlas saltar sobre los charcos un acto de destreza. Subir a un carro de varas y hacer que se inclinase para un lado o para otro, una y otra vez, hasta que algún mayor se daba cuenta, un acto emocionante…

Claro, que eso era antes. No antes de ahora, que también, sino antes de cumplir los diez, once o doce años, que comenzábamos a alternar esos juegos infantiles con la siega, la vendimia, los ajos, la trilla y demás labores agrícolas, y sin darnos cuenta íbamos asesinando al niño que llevábamos dentro, para convertirnos en mujeres u hombres prematuros, en niños yunteros, como de manera magistral supo expresar el gran Miguel Hernández:

 

Carne de yugo, ha nacido

más humillado que bello,

con el cuello perseguido

por el yugo para el cuello.

 

Nace, como la herramienta,

a los golpes destinado,

de una tierra descontenta

y un insatisfecho arado.

 

Entre estiércol puro y vivo

de vacas, trae a la vida

un alma color de olivo

vieja ya y encallecida.

 

Empieza a vivir, y empieza

a morir de punta a punta

levantando la corteza

de su madre con la yunta.

 

Empieza a sentir, y siente

la vida como una guerra

y a dar fatigosamente

en los huesos de la tierra.

 

Contar sus años no sabe,

y ya sabe que el sudor

es una corona grave

de sal para el labrador.

 

Trabaja, y mientras trabaja

masculinamente serio,

se unge de lluvia y se alhaja

de carne de cementerio.

 

A fuerza de golpes, fuerte,

y a fuerza de sol, bruñido,

con una ambición de muerte

despedaza un pan reñido.

 

Cada nuevo día es

más raíz, menos criatura,

que escucha bajo sus pies

la voz de la sepultura.

 

Y como raíz se hunde

en la tierra lentamente

para que la tierra inunde

de paz y panes su frente.

 

Me duele este niño hambriento

como una grandiosa espina,

y su vivir ceniciento

revuelve mi alma de encina.

 

Lo veo arar los rastrojos,

y devorar un mendrugo,

y declarar con los ojos

que por qué es carne de yugo.

 

Me da su arado en el pecho,

y su vida en la garganta,

y sufro viendo el barbecho

tan grande bajo su planta.

 

¿Quién salvará a este chiquillo

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo

verdugo de esta cadena?

 

Que salga del corazón

de los hombres jornaleros,

que antes de ser hombres son

y han sido niños yunteros.

 

 

 Miguel Hernández

 

 

©Paco Arenas, autor de «Águeda y el secreto de su mano zurda» y «Magdalenas sin azúcar»








   









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