sábado, 17 de septiembre de 2016

Caricias rotas, mi nueva novela (Capítulo I º)



Este será mi nueva novela, dedicada a todas las mujeres que han sufrido la violencia machista, que por desgracia continúa existiendo. Ya le queda poco, estoy dándole los últimos toques. En principio con la idea de publicarla en Amazon. Me gusta más en una editorial, pero necesito trabajar o vender libros, además La violencia machista es un tema sumamente delicado que requiere mucha sensibilidad y aun así es fácil equivocarse y no quiero; aunque, posiblemente lo haré en algún punto. La idea de publicarlo en Amazon y no en una editorial convencional como Los manuscritos de Teresa Panza, y la próxima novela que publicaré pronto, es precisamente por ese motivo, quiero estar abierto a las críticas y enmendarlas en la medida de lo posible.  Amazon al ser impresión bajo demanda permite la corrección simultánea de un día para otro. Por otra parte, publicarla en Amazon es un modo de llegar a otros países, que por desgracia está vetado a las pequeñas editoriales, que realizan una gran labor digna de agradecer por parte de todos quienes pretendemos escribir, y que de otro modo no tendríamos esa posibilidad. Las grandes editoriales no se molestan siquiera en leer los manuscritos que mandan los autores.  ¿Qué más quisiera yo que publicar en una editorial de proyección internacional? 


Caricias rotas, es una novela difícil de escribir, difícil de leer, duele. A pesar de todo es un canto a la esperanza, al derecho de toda mujer que ha sido maltratada a ser feliz. Por desgracia las secuelas de la violencia machista permanecen en el tiempo y cuesta superarlas, sin embargo es preciso romper los barrotes del miedo, ser feliz.





Caricias Rotas

No volverá a ocurrir, mi amor…

Aurora necesita tomar pastillas para dormir desde hace muchos años. Sin embargo, poco a poco ha logrado reducir la dosis a la mitad. En los últimos años pocas cosas alteran su sueño. Su hija vive con su novio en Valencia y la ve feliz, y ella se ha acostumbrado a la rutina del día a día. Piensa que ya no necesita ningún tipo de medicamento para poder conciliar el sueño; pero su médico no opina lo mismo. Ella, como en un acto de rebeldía sublime, muchas noches “se olvida tomarlas”.  Uno de los fines de semana que la visita su hija, le dice:
—Mamá, en septiembre me caso.
Nada debería haber alterado la vida de Aurora, al fin y al cabo Lourdes llevaba dos años viviendo con su novio en Valencia. Sin embargo, se echó a llorar. Su hija pensó que por la emoción, ella no le dijo que por desesperación y miedo.
—No llores mamá. Si es solo un mero trámite, por si te damos nietos… ¿sabes?
—Desde que te fuiste ando perdida, no hay camino que no ande que no te recuerde de mi mano. Ya eres una mujer que piensa en tener hijos...
Finge alegría, emoción, intenta disimular su contrariedad. Oculta todo su dolor detrás de sus ojos, la desolación tras su sonrisa. El temor se apodera de ella. Deja de partir por la mitad las duras pastillas de color rosa. De nuevo, el Valium le resultaba imprescindible. Le cuesta conciliar el sueño a pesar del efecto sedante del Diazepan. Tanto como en las peores noches después de la muerte de su marido. Nunca ha llegado tarde al trabajo, y terminan despidiéndola, porque en la mañana no hay quien la despierte. Esa noche no quiere tomarse el Valium, no quiere dormirse de madrugada, quiere levantarse temprano. Abre la ventana, como un rito cotidiano y necesario,  para que entre el inexistente frescor de las noches de verano. El Diazepan le provoca el sueño, pero esa noche no lo toma. Termina cerrando la ventana, la humedad del ambiente es incluso más molesta que el tímido aire mediterráneo del norte de la provincia de Castellón. Enciende el ventilador, que a pesar de silencioso, no deja de provocar un molesto zumbido en su cerebro. Lo termina por colocar a los pies de la cama, lo más lejos que puede, produciéndole  una agradable sensación que recorre todo su cuerpo, subiéndole desde las plantas de los pies hasta la cabeza. Está despierta cuando comienza a sonar el despertador a las cinco de la mañana. No obstante, actúa como si le pillase de improviso, como si realmente le hubiese despertado el radio reloj, con su frecuencia mal modulada. Sin incorporarse alarga la mano para apagar la radio. Se acurruca sobre sí misma prometiéndose que en el momento que tuviese tiempo lo reemplazaría por otro que sintonizase bien todas las emisoras, al menos las de música.
—No sé para que lo puse, si sabía que no iba a pegar ojo en toda la noche —piensa en voz alta —son las cinco.
Se levanta con ademanes pausados, con una parsimonia inusual en ella, sin prisa, despojándose del viejo camisón de seda rojo de encaje que le regaló su marido a las pocas semanas de la boda y que pensó en quemar mil veces. Lo mantiene unos segundos entre las manos, indecisa, toca su suave textura.
—Lo bueno siempre es bueno. Él siempre me regalo lo mejor. Tenía tanto por lo que pedir perdón —dice esbozando una sonrisa llena de amargura.
 Tira el camisón contra las sábanas, al tiempo que un ligero temblor recorre su cuerpo. Camina dando la vuelta completa a la cama situándose frente al ventilador notando, ahora, el aire fresco sobre su cuerpo desnudo. Suspira y se sienta de nuevo en la cama, al lado de la mesita de noche, sacando unas braguitas y un sujetador sin estrenar, dejando ambas prendas sobre la cama.  Sus dedos pasan por encima del resplandeciente cristal de la mesita de noche,  como buscando el polvo inexistente. Sus dedos se detienen en los botones del radio reloj, que de nuevo se pone en funcionamiento. Comienza a buscar en el dial una emisora musical.
—Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así, aprovecharlo o que pase de largo, depende en parte de ti. Dale el día libre a la experiencia para comenzar, y recíbelo como si fuera fiesta de guardar. —canta Serrat su canción, que ella a tararea a la par, hasta que el vecino de al lado da dos golpes en la pared.
—Qué son las cinco, y además sábado —escucha la voz de su vecino acompañando a los golpes.
—Perdona Pepe, el radio despertador. No me había dado cuenta y he comenzado a cantar…—sintiéndose estúpida al decirlo, porque el tono de su voz es bastante más fuerte que el de la radio.
Apaga la radio de inmediato, y deja de cantar. Piensa que su vecino le soltará alguna fresca, pero no es así, más interesado en dormir que en armarla. 
—Sí. Hoy puede ser un gran día, nada tiene por qué ser igual —musita en voz baja, mientras agudiza el oído hasta llegar a percibir el rumor de un lejano oleaje, tal vez, imaginario.
Resulta infrecuente que el pasado forme parte de un futuro incierto, cuando el peligro de antaño yace en el nicho de un lejano cementerio, como el mar que ella pretende percibir a nueve kilómetros de la costa.  Aurora no puede evitar que ciertas sensaciones olvidadas se presientan de manera palpable como posibles. En ocasiones como una amenaza, una espada de Damocles dispuesta a dar el último golpe de gracia desde el olvido, desde la tumba. Sin embargo, esa mañana calurosa de verano quiere pensar que del mismo modo cabe la remota posibilidad de escuchar el rumor de las olas, los malos presentimientos se transformen en esperanza ilusionante para su hija. Tal vez, solo tal vez, también para ella hoy puede ser un gran día.
Imposible mantener la frialdad precisa ante instantes tan decisivos como es la boda de tu hija. Quimérico evitar que te asalten recuerdos de rosas ensangrentadas, de mejillas maquilladas en extremo, cual flores marchitas, a las cuales en un último intento rocías con agua sus pétalos. Más cuando sabes que más que marchitas, están tumefactas de tantos golpes recibidos.
Incluso después de tantos años podía sentir el dolor, el calor y el escozor de los golpes. No quiere imaginarlo, sin embargo a su mente le llega el recuerdo de la sangre corriendo por su piel, de sus labios o nariz. No en vano en alguna ocasión se quedó frente al espejo observando el lento manar de la sangre; sin hacer nada, deseando que la hemorragia fuese tan intensa que la dejase seca. Recuerda, y han pasado veintidós años, aquella ocasión que no se percató de los sigilosos pasos por el pasillo hasta el cuarto de baño, pensaba que se había marchado, como hacía siempre después de cada paliza. Tan confusa estaba que no escuchó la puerta al abrirse. De repente vio reflejada en el espejo, detrás de ella, la imagen de él, de su muy amado, adorado y después temido marido.  Se asustó, pensando que le regañaría o que tal vez le volvería a pegar; pero no, aquel día se equivocó.  Él se apiado de ella. Una suave caricia con delicadeza infinita recorrió su espalda, después los labios de él se posaron en su cuello como si fuesen mariposas que intentasen no levantar la más mínima partícula de polvo con el aletear de sus alas. Sus labios fueron deslizándose hasta los suyos, ensangrentados. Su mano izquierda la abrazaba con exquisita suavidad, mientras que la derecha resbalaba hasta sus senos cual pluma de colibrí. Ella cerró los ojos, notó su cuerpo mojado contra el suyo. La puerta que había escuchado, momentos antes, no era la de la calle, sino la del otro cuarto de baño. Se terminaba de duchar y no se había secado, las gotas de agua permanecían en su cuerpo como si se tratase de cristal líquido. Era tal la ternura que desprendía, el susurro tan suave de sus palabras, que no sintió dolor en las llagas sangrantes de sus labios.
—No volverá a ocurrir, mi amor. No volverá a ocurrir —repetía lloroso, mientras mordisqueaba sus labios, más que besándolos acariciándolos.
—Vete, por favor vete —pidió ella sin fuerza. Aquella fue una de las primeras palizas recibidas, después de las sufridas durante la luna de miel.
—Perdóname, por Dios y por la Virgen. Te juro por la Virgen de Pilar que no volverá a ocurrir…
—He dicho que te vayas. Por lo que más quieras.
—Tú eres lo que más quiero. Si no te quisiese tanto. Nada como tú me hace sentir, vivir, ansiar la vida…
Y su voz regada con lágrimas que parecían sinceras sonaba a promesas firmes de caricias futuras y amor sincero. Después de aquella paliza la trató con un cariño grandioso.  Fue tal la ternura que costaba  imaginar que minutos antes hubiese sido él quien le pegase una brutal paliza.
Sin dejar de besarla, de acariciarla, cogió gasas y algodones. Comenzó a curarle las heridas cuidadosamente, el labio, la ceja, la nariz; regalándole los oídos…
El temor iba desapareciendo ante cada nueva caricia. Notaba como su cuerpo ardía en llamas, olvidando el dolor, provocando el deseo, transformando la indignación y rabia en locura demencial de ser poseída por su verdugo.
 A pesar de todo ese despliegue de seducción,  la táctica, por repetitiva, con el tiempo deja de ser eficaz. Llega el día que deja de ser la mujer que sufre el síndrome de Estocolmo. No por ello se transforma en la mujer luchadora que se revela. Más bien, se convierte en la sumisa esposa que prefiere respirar la paz dúctil y frágil de quien aprendió a aceptar como irremediable y normal la agresión del guerrero cruel, sin presentar batalla. Se acostumbra a esa cruel normalidad que después del beso apasionado —cual pérfida memoria  —olvida el golpe inmediato, la bofetada o el puñetazo.
Un día decide que no quiere más rosas rojas, ni pasión fingida. Ya nada importa o tal vez sí, importa ella, puede que ni ella. Fue a finales del invierno cuando decide que no puede más. Él tenía turno de tarde y no regresaría hasta la hora de cenar. Está muriendo ahogada en su angustia. Necesita aire, aire fresco, abre todas las ventanas de par en par. En la calle sopla un aire frío que hiela hasta las entrañas. A pesar de todo, deja que entre el aire y va abriendo ventana tras ventana mientras baila al ritmo de una canción de Boney M. Observa con melancolía la calle  mientras decide por qué ventana saldrá ella. Duda, tiene miedo, le invade una tristeza infinita. No sabe lo que desea, se siente confusa, quisiera huir de la pesadilla; pero sería una cobardía. La ventana de una de las habitaciones da  a la plaza donde varios niños juegan a la pelota o la comba. Se imagina su cuerpo aplastado contra la acera, su barriga de embarazada reventada, con su hija expulsada de la placenta y convertida en una masa amorfa y sanguinolenta.  Piensa en el drama de esos niños al verla en tal estado, a algunos los conoce, incluso los acariciado pensando que su hija podría ser como ellos. No puede, decide esperar a la noche, cuando él esté a punto de llegar y no jueguen los niños en la calle. Cierra las ventanas, apaga el tocadiscos, de deja caer en la cama y se duerme. Recibirá una llamada desde el cuartel.
—Cariño, no prepares la cena. Ponte guapa que esta noche cenamos en el restaurante de la playa. Te recojo a las nueve y media.
  Fueron casi ocho meses de muerte cotidiana, pensando que iba a morir, ya fuese por una paliza, por un mal golpe, o por su propia decisión. Estar viva y sentirse o imaginarse muerta, temiendo  su llegada como un martirizador infierno  o anhelándola como una necesidad para que fuesen sus manos quien a través de la muerte la liberase del sufrimiento. Sentir el deseo de vivir y a las pocas horas o minutos, incluso, de morir. Estar sometida al caprichoso péndulo de un reloj cruel, que te empuja a tomar una decisión u otra, vacilando en cada paso. Tomar la vida como un estado neutro, en el cual no importa la vida, tampoco la muerte, ni tan siquiera, en ocasiones, el ser que va creciendo en tu interior. Pidiéndole a Dios que estén equivocados los médicos y no sea mujer para que no sufra lo que estás sufriendo tú. También que no sea hombre para que no sea como él. Casi ocho  meses deseando amarlo, inventándose sueños que terminaban siempre en la melancolía del desengaño, frente al espejo. Tanto tiempo curándose las heridas en la bañera, intentando borrar el rastro de sus palabras con el ruido del agua, de su violencia y abuso.  Infinidad de días y noches con el agua ardiente disparada contra su cuerpo dolorido, contra el interior de su sexo, provocando la asfixia en su boca. Todo lo que fuese preciso para borrar el rastro de lo sucedido, el rastro de él.  

©Paco Arenas
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